Llegando
en taxi a la cima del cerro de plata se pueden ver arrabales de chapa, barro,
objetos amontonados de todo tipo, ropa colgada, hollín y muchos niños
ofreciendo bandejas con piedras preciosas de muchos colores, algunas de plata y
cuarzo pero la mayoría salinas que con el paso de los días se disuelven
quedando reducidas a polvo.
Contratamos
a un minero de 36 años pero que aparentaba bastante más edad, para que fuera
nuestro guía en el interior de la mina.
Al
ingresar se puede sentir la opresión y la angustia que genera la angostura de
las paredes de mineral pero nadie avanza hacia lo profundo sin antes tener la
bendición del Tío porque sin ella tan solo quedaríamos nosotros solos frente a
la imponente fuerza del cerro rico, a merced de ser aplastados en cualquier
momento porque el miedo es real y nadie jode con eso. Fumamos tabaco,
masticamos unas hojas de coca y le dimos un sorbo a una tapita de alcohol
rectificado, luego si, comenzamos a ir hacia adentro.
Al
poco de caminar en fila con la única luz de nuestros cascos, la entrada
desaparece y solo se ven infinidad de escaleritas de madera y agujeros de topo por
donde los mineros suben y bajan con una destreza inquietante.
También
se observan estalactitas que caen desde nuestras cabezas y vetas de plata en
las paredes de los túneles, que los mineros siguen como si fueran un mapa para
encontrar un tesoro.
Con
cada explosión que sale del interior de la montaña todas la paredes tiemblan y
el polvo cae. Por debajo de nuestras cabezas hay 800 metros de túneles con
mineros topos trabajando sin salir a la superficie solo masticando hojas de
coca para saciar el hambre, el sueño y aguantar hasta la tardecita.
Ahora
son cooperativas y los tiempos de la esclavitud terminaron pero el trabajo es
igual de duro y la vida en el cerro se vuelve corta y las enfermedades
respiratorias una fiel compañía para el restos de los días.
Luego
otra vez la luz como si fuera líquido inundando los ojos nos rescata hacia la
superficie.
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